21 abr 2011

El manicomio - Fernando Ceballos




El personaje mas popular del barrio de la “calle onda” donde me crié, era el Luisito. Lo recuerdo con un jean trocado en bermuda como única vestimenta y una sonrisa perenne y pícara que atravesaba su afable rostro de enajenado mental. Solíamos verlo en las siestas en plena calle, manteniendo interminables duelos con cowboys imaginarios, arrojándose al piso cuando alguna “bala” lo alcanzaba, haciendo que no pocas veces, algún conductor foráneo detuviera su marcha para intentar socorrerlo, situación que aprovechaba para manguear algún pucho. El Luisito fue mi primer desaparecido. Y no fue un Falcon el que lo chupó, fue una ambulancia.
Quizás Fernando Ceballos se haya topado alguna vez con él, en su paso como enfermero de la Colonia Vidal Abal de Oliva, labor que extendió en varias instituciones psiquiátricas de nuestra y otras provincias. Esa experiencia le brotó en palabras y como él mismo afirma, más allá de plantear el problema de la exclusión de la locura, la intención de su libro es la discusión sobre las técnicas, los saberes y los procedimientos disciplinadores del encierro manicomial que sustentan, la esencia de su trabajo con el sufrimiento mental.
Ajustado en formato de crónicas, las mismas están escritas desde el conocimiento diario de una práctica que se analiza y sobre la cual se reflexiona; reflexión que surge no ya desde el saber institucionalizado y normalizador, sino desde la experiencia y el saber popular. El autor toma la palabra para dar cuenta y darse cuenta, para romper la lógica subjetiva del manicomio, que traspasa la institución y se apoya en el conjunto de la sociedad, a través de las prácticas e ideologías que excluyen, esconden y condenan al que no encaja, al distinto. Este mecanismo de antropofagia social, es diseccionado en todo su espesor, incluyendo numerosas citas de otros autores, que a manera de expansores y fórceps, permiten llegar hasta el hueso, allí donde el dolor se aloja. No es culpa de Ceballos si las imágenes que transmite cargan con la crudeza de una realidad que se debate en ese contexto.
El escribir es un acto, tal vez solitario, pero que tiene la impronta colectiva del compartir. Escribir se construye como cicatriz de la experiencia, y como potencia que impulsa a las palabras a ir más allá de sí, de lo que nombran, de lo que inventan. Es darle la palabra a esa persona que sufre para devolverle la categoría de ser humano, y así despojarnos de poderes que someten, discursos que silencian y prácticas que disciplinan.
La reciente reedición de este trabajo, ahora dentro de la colección “debates” de la editorial universitaria villamariense (Eduvim) aporta como novedad, además del atinado cambio de tapa, el agregado de un par de crónicas, el reacomodamiento de otras y la socialización del intercambio de información vía mail, que entre el autor y una lectora, le permitiera a esta última rearmar parte de una historia familiar negada durante años.
Hay ocasiones en que obstinadamente, un minúsculo granito de arena se aloja en la batiente trayectoria de la puerta y no permite que esta se cierre con facilidad. Desde allí abajo, imperceptible y tozudamente, raspa. Este libro lleva ese espíritu. Ciento y algún páginas que poseen el valor de un pañuelo blanco en la cabeza.

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